El mundo del circo, el teatro y la música capturó a Carlos Olivera desde que tenía 12 años. Un encuentro con La Tarumba en la década de los 80, lo llevó a enamorarse de una profesión que para muchos era sólo una broma. Más de 20 años después, Carlos puede decir que vive de la risa y del aplauso del público haciendo lo que más ama en el mundo: ser un artista de circo.
“¡Buongiorno, principessa!”, proclama un intrépido Arlequín en medio de un silencio preparado especialmente para su ingreso. Porta unas brillantes clavas para hacer malabares entre los brazos, se pasea de un lado al otro mirando cuidadosamente a cada rostro, diciendo que busca a la princesa que le robará el corazón. Camina, sube y baja los escalones hasta que posa su mirada en una bella doncella. “Oh, amore mío ¡Lanza la flecha del amor!”, dice mientras le entrega una de sus preciadas clavas a manera de ofrenda. Desata la risa del público, interactúa con él y se lo mete al bolsillo. Ese el Arlequín de Carlos Olivera, el personaje que muchos disfrutaron durante la última puesta de La Tarumba en ZANNI.
El comienzo de la historia
La relación que Carlos tiene con La Tarumba comenzó en los años 80 cuando veía llegar a un pequeño grupo de personas -comandado por Fernando Zevallos y Estela Paredes, fundadores de La Tarumba- a su barrio en el distrito de Los Olivos, en la periferia de Lima. Ellos bajaban grandes baúles de un auto, caminaban sobre zancos, tocaban tambores y armaban un espectáculo de circo en medio de la nada. La magia, el color, la ilusión y la forma en cómo se relacionaban con los demás niños del lugar, lo capturaron. Hacían cosas que no había visto jamás y de inmediato lo supo. “Yo quería ser un Tarumba” – dice Carlos – “Quería enseñar como ellos. Ser como ellos”.
La segunda vez que fueron, los vio repartiendo folletos con una invitación a unirse a ellos. No lo pensó 2 veces y decidió inscribirse. “Recuerdo el primer día que me recibió Estela. Yo fui bien peinado en la medida de lo posible. Entré al local comunal donde trabajaban y hacían las reuniones de la comuna, y recuerdo que me cantaron una canción que decía “tenemos un amigo más”. Al ratito ya estaba feliz de estar ahí”, recuerda Olivera.
Siguió un entrenamiento constante por 2 años en la comuna hasta que circunstancias de la vida lo llevó a alejarse del grupo. La Tarumba también empezó sus grandes cambios yendo de un lugar a otro hasta que consiguió su propio local en el distrito de Miraflores. Ahí, con toda la infraestructura necesaria y sus nuevas propuestas de talleres, el sueño se empezaba a consolidar. Es así que Fernando Zevallos salió en busca de Carlos y le propuso ser parte regular del grupo. Él aceptó, empezó a ensayar algunos trucos aéreos y números con soga hasta que, poco a poco, se fue transformado en un gran profesor y artista.
El despegue
El primer espectáculo que hizo con La Tarumba fue en 1995 junto a un grupo de 12 personas. Ahora, mucho tiempo después, Carlos ya cuenta con un historial de 19 puestas con más de 25 artistas en escena, es coordinador de la Escuela Profesional de Circo Social de La Tarumba, asistente de la Dirección Artística y ha logrado viajar países como Francia, Bélgica, Brasil y Argentina, como parte de los programas de intercambio cultural entre las más prestigiosas compañías de circo del mundo. A pesar de sus años de experiencia, Carlos aún cree que puede llegar más lejos. “De acá a unos años me encantaría ver crecer a la Escuela y empezar a hacer giras internacionales con el elenco”, declara.
Ahora Carlos transmite felicidad a grandes y chicos transportándolos hacia otra mágica dimensión; inspira a los jóvenes que estudian y trabajan con él a que es posible vivir de esta pasión llamada Circo. Aunque pasen los años, el aún mantiene esa ilusión que lo llevó a dedicarse a este mundo, la misma que no lo dejó irse jamás.